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¿Jacinto merecia el castigo?

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(@nandobarros82)
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LA PENUMBRA DE JACINTO
Nando
Barros R. 2024
Jacinto recibió su turno un poco más temprano. Usualmente empezaba a las seis de la tarde, pero el día anterior su compañero le pidió el favor de que lo remplazara a las cuatro para poder despedir a uno de sus hijos que viajaba esa noche. Recibió sin ninguna novedad. Lo único que le disgustaba de esa época del año era que al oscurecer más temprano, la penumbra se alargaba y le traía recuerdos amargos.
Jacinto de cincuenta y seis años, trabajó veinte de ellos en el “Comando Anti-Insurgencia” de la Policía y luego de pensionarse, se buscó ese trabajo para no quedarse estorbando en casa. En realidad, su temperamento apacible y sonriente no lo hacían un estorbo, el trabajo nocturno solo era una excusa para contrarrestar el insomnio y no andar dando lidia toda la noche por la casa.
La estación en la que trabajaba estaba en el filo de una de las tantas montañas de la cordillera andina. Era una armazón de concreto grande, antiguo y prácticamente abandonado. Hacia años se había programado su demolición, pero los cambios de gobierno y los acostumbrados plazos burocráticos la mantenían ahí, como un dinosaurio agazapado en la neblina de los Andes. Aunque esa decidía administrativa, le daba trabajo a él, a otros dos celadores y a un par de burócratas encargados de arreglos y asuntos administrativos menores. Parte de sus funciones como vigilante era estar en la garita para disuadir cualquier acto vandálico y la de hacer un par de rondas al túnel.
Era de conocimiento público que esa estación fue el blanco de innumerables ataques vandálicos y armados durante el periodo más crudo del conflicto armado. Algunos con ocasión de protestas sociales y otros de tipo insurgente. Eso empezó a crear rumores de actividades paranormales, ya que hubo un par de masacres en la que murieron civiles, militares y guerrilleros. Algunos antiguos guardas le contaron que oyeron las voces de las personas suplicando piedad, el encendido inexplicable de las luces y sombras que se atravesaban.
A Jacinto eso le daba igual, un hombre acostumbrado al monte o manigua como lo llaman en algunas partes, a la violencia de un país en los tiempos de los grandes carteles, que había visto morir a sus compañeros y el mismo había sobrevivido a campos minados, unos rumores de espantos, no lo asustaban. A él le gustaba era la soledad de ese paraje que había sido olvidado por todos, incluso
hasta por la misericordia del mismo Dios. Es que desde que se dio la apertura de la vía alterna, el tráfico por ahí se había casi que acabado y esa vía quedo ahí, echada al olvido.
La estación tenía un pasillo subterráneo que comunicaba las diferentes dependencias. El túnel fue diseñado, como una medida de seguridad para que los funcionarios no se expusieran a ser atropellados mientras se cruzaban por los carriles. Debido al aparente abandono, oscuridad y soledad, el túnel era a menudo refugio de drogadictos, inmigrantes que iban a pie hacia la capital y lo cogían de baño, y uno que otro no tenía ni la mínima pizca de pudor y metía a su pareja para cogérsela.
Que las luces se encendieran solas no era, para Jacinto, un asunto paranormal teniendo en cuenta que eran activadas por sensores de movimiento y que tanto ratas, como cucarachas las activaban frecuentemente. Lo de los gritos no era más que sugestión ante los sonidos del aire que se metía por las grietas del túnel.
Esa noche, al igual que cualquier otra noche, Jacinto sintonizo la única emisora que atraviesa sin miedo la helada cordillera y llega a su viejo radio Stemintong, se sirvió un café Cuyabra y escucho un par de canciones. A las 10:00 de la noche Jacinto decidió realizar la primera ronda al túnel. Él no se consideraba la mata de la valentía, pero era un hombre acostumbrado a la noche con sus sombras y silencios. Sus años en la guerra le cimentaron una afinidad con las penumbras que prácticamente lo fueron permeabilizando a las triquiñuelas de la noche, armado con un revolver 38 largo Smith & Wesson, una manilla de San Benito, un niño en cruz y toda la fe del mundo en el Sagrado Corazón, salió a dar la vuelta.
Entró al túnel e inmediatamente las luces se fueron encendieron al pasar por debajo de cada una. La entrada tenía unas escaleras de metal que cruzaban y conducían al pasillo principal y a su vez a otras escaleras, que bien eran entrada y salida, pero daban al otro costado que era monte. Era un túnel de unos treinta metros de largo, dos metros y medios de alto y a una profundidad de un metro y medio bajo tierra. Jacinto percibió un olor diferente al frio y la humedad. Recordó que sus compañeros le habían comentado algo sobre un olor mordiente a metal fundido, pero asumió que a lo mejor era el olor de los discos de cloche o las bandas de frenos de algún camión que paso por ahí.
Avanzó sin novedad por el pasillo, sintió unos pasos ligeros a sus espaldas, pero no le dio mente y siguió; era común que los tacones de sus botas rebozaran el eco en el túnel del viejo peaje. Avanzó sin prisa, pero sin pausa, al tiempo que las lámparas se encendían a su paso y se apagaban luego. Jacinto empezó a sentir ese bendito corredor subterráneo, un poco más largo, el acostumbraba a contar sus pasos, unos 60 en total, pero de repente paso los 60, 70, 80, y no veía el
final del túnel. Se empezó a desesperar, giro la cabeza, y solo veía el fondo del pasillo oscuro como si no se hubiese movido del mismo lugar.
Mantuvo la calma, se persignó y como le enseñó su abuela, se dijo; “-Ay Virgen del Carmen, dame licencia...”. Seguido eso, decidió regresarse, pero al dar unos pasos vio sobre el suelo un pedazo de papel. Jacinto lo recogió y al desdoblarlo vio la caligrafía de un niño, que decía; “No estás solo, te hemos estado esperando...”.
Sintió como que le caía una gota fría por la espalda, ya que antes cuando paso por ahí, ese trozo de papel no estaba. Estaba seguro de no haber visto, ni sentido a nadie que pudiera dejar eso ahí. Aun así, no perdió la calma a pesar de estar un poco más asustado. Arrugó el papel y se lo metió al bolsillo de la chaqueta, el olor metálico se hizo más penetrante, ya sentía que sus ojos le ardían.
De repente oyó las risas de unos niños, confundido sacó el radio teléfono para contactar a un compañero en una garita más arriba, pero no recibió respuesta, solo ruido mudo de la estática en todos los canales del radio teléfono. El sentimiento de abandono lo desesperó. Se echó a correr y a correr por ese pasillo infinito, a su parecer corrió mucho más que doscientos metros, hasta el punto de que sintió que ya su aliento no daba para más. Al parar para tomar aire giro la cabeza de nuevo y solo veía el fondo oscuro del pasillo, era como si corriera por un pasillo que jamás tuviera final.
Miro el reloj, sorpresivamente giraba hacia atrás y estaba a punto de llegar a las seis y media de la tarde, la hora de la penumbra como le decía su abuela a él. La cabeza empezó a darle vueltas y sintió mareo, decidió sentarse sobre el suelo frio de aquel pasillo eterno, se sintió perdido, acorralado, sentía que el aire le faltaba y que cada vez, le era más difícil respirar, azarado, asustado, al borde de un colapso nervioso, empezó a masticar una serie de oraciones entremezcladas, entre padres nuestros, ave marías, credos y hasta alabanzas evangélicas, mezcladas con suplicas de perdón y pidiendo redención por los pecados cometidos, pero ni así el ambiente dejó de asfixiarlo.
En cuclillas empezaron a venir recuerdos de un pasado oscuro que tenía guardado. De cuando el con su uniforme oliva representaba la ley, pero se hizo el desentendido en delitos cometidos por grupos paramilitares. Se acordó del día que pasó un dato sobre un miliciano guerrillero a los del bando contrario (realmente Jacinto le debía cien mil pesos e hizo eso para no pagar), sin considerar que al señalado -y falso- subversivo, era padre de tres niños pequeños y se desempeñaba como maestro de una pequeña escuela rural. Los paramilitares para mandar un mensaje a la población encerraron y quemaron vivo al maestro, sus hijos y a catorce niños más. Jacinto se justificó a sí mismo, repitiéndose lo aprendido en los cursos de anticomunismo que
recibió. Luego minimizó el hecho a que toda guerra deja víctimas inocentes, ese y muchos delitos más, empezaron a rondar su mente.
Las lágrimas cundieron su rostro, se acordó de la nota y la sacó, pero el mensaje se había borrado, en cambio el papel estaba todito sucio de sangre, como quien se limpia una herida con una servilleta. El corazón le latía a mil, sudaba a pesar de estar a unos diez grados. Tiro el papel por allá, se paró de nuevo y echo a correr, esta vez, vio al final del pasillo una luz, al llegar a ella, se estrelló con un muro y en él, en letras rojas, había algo escrito que decía: “Nos olvidaste, pero nosotros a ti no...”
Lloró, lloró de nuevo con más fuerza, con el llanto amargo de la desesperanza, al momento oyó la risa de muchos niños de nuevo, todos reían y lo llamaban: “Jacinto venga, venga señor policía, venga a jugar con nosotros”. Ahora todo estaba oscuro y el olor a metal que sentía, fue cambiando a otro diferente, como un olor a chamusquina. Él se agarró la cabeza y cerró los ojos, al abrirlos se vio parado frente a la escuela en llamas y dentro de ella, los cuerpos en llamas de los niños que lo llamaban: “Venga Jacinto, venga señor Policía, solo queremos jugar”.
Desesperado, enloquecido por el miedo, grito pidiendo ayuda, pero nadie oía sus gritos, ya no estaba en el pasillo del viejo peaje, ya no estaba en el túnel donde los caminantes se cagaban. Se encontraba en otro tiempo, en otro lugar, estaba solo en un pasillo. Las paredes se iban carbonizando y las risas de aquellos niños se tornaron en lamentos confusos y gritos de dolor. Entonces se vio encerrado, solo y sin salvación, se sentó de nuevo en el suelo, agacho la cabeza y cerró los ojos y sintió una mano en el hombro y una voz tenue que le dijo: “Vamos, es hora”
- ¿Hora de qué? -preguntó Jacinto.
-Hora de pagar por tus pecados; -respondió la voz...
Y poco a poco sintió que se hundía sobre el suelo, como si de arena movediza se tratara, gritando, pidiendo auxilio, hasta que el concreto del suelo fue ahogando sus lamentos.
Siendo las 3:30 de la madrugada, preocupado por no tener el reporte puntual y acostumbrado de las 22:00, el guardia que estaba en la central fue a ver qué pasaba. No encontró a Jacinto, lo buscó por todos lados sin resultados, al ingresar al túnel, pidió refuerzos y en compañía de
otros compañeros y de la policía solo encontró un trozo de papel medio quemado, con un mensaje que decía: “Por fin estas con nosotros...”. Han pasado más de siete años y hasta al sol y la penumbra de hoy, más nunca se supo nada de Jacinto.

 
Respondido : 26/07/2025 2:12 am
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