La ciudad estaba hecha de concreto cansado.
No era gris: era un gris que ya había llorado demasiado.
Ese día nadie lo anunció por cadena nacional ni en los noticieros.
No hubo gráfico en rojo, ni placas amarillas, ni periodistas exagerando titulares.
Pero pasó.
La cárcel amaneció cansada.
Las paredes, hinchadas de gritos y de silencios, crujieron como huesos viejos.
Las rejas bostezaron.
Las cámaras de seguridad parpadearon dos veces, como si dudaran su propio rol en la obra.
Demian lo sintió primero.
No porque fuera “especial”, sino porque llevaba demasiado tiempo escuchando lo que nadie escucha:
el murmullo de las cosas.
Desde su celda —tan conocida que ya era un apéndice de su cuerpo— abrió los ojos antes del conteo.
El aire pesaba distinto.
No el peso de la humedad de invierno ni el olor ácido de la desinfección barata.
Otro peso.
Como si un pensamiento enorme estuviera por entrar y nadie hubiese pedido permiso.
—Hoy el muro tiene sueño —murmuró.
Su compañero de celda, el Tano, se rió sin ganas.
—Vos siempre con esas filosofías, Duks. Acá lo único que tiene sueño es el hambre.
Pero ni bien lo dijo, un pedacito de revoque se desprendió de la pared y cayó al suelo como un copo de nieve enferma.
Demian lo miró en silencio.
Lo que otros veían como un detalle de humedad, él lo leía como una grieta en el relato oficial.
El Estado gusta de presentarse como eterno, sólido, incuestionable.
Pero todo lo humano tiene fisuras.
Y la cárcel es la cicatriz más grotesca de esa humanidad fallada.
Se levantó del catre.
Tocó la pared.
Estaba tibia.
Como si por dentro hubiera algo vivo, respirando.
—Hoy algo va a pasar —sentenció.
No lo dijo como deseo. Lo dijo como quien reconoce un olor que viene de lejos.
Porque Demian llevaba años rumiando la misma idea:
que la abolición no empieza cuando se firman leyes, sino cuando la primera persona se da cuenta de que la jaula no tiene sentido.
El resto es trámite burocrático.
El rumor entró a la unidad por el único lugar por donde el Estado nunca logra controlar del todo las fronteras:
las palabras.
Primero fue un comentario en el patio:
—Che, dicen que en otra provincia soltaron a todos los pibes de una unidad. Que la encerrona era ilegal desde el inicio.
Nadie lo creyó.
Después llegó otro:
—Dicen que un juez se plantó. Que escribió un fallo diciendo que el encierro es una máquina de repetición de daño, no de justicia.
Risas, chistes, descreimiento.
Los muros han aprendido a alimentarse del “no puede pasar”.
Pero hay cosas que, cuando se dicen, ya no pueden desdecirse.
La noticia se fue deformando, agrandando, mutando.
En la cárcel, cada información entra como rumor y, si sobrevive al chisme, se convierte en verdad.
Un fin de semana, en la biblioteca —ese pequeño santuario herido donde los libros están subrayados con bronca—, Demian encontró algo concreto: una fotocopia mal impresa de un fragmento de sentencia.
No tenía firma legible, ni número de causa.
Pero decía, en un párrafo manchado de tinta:
“Mientras la sociedad persista en creer que la respuesta al daño es un jaula, seguirá produciendo más daño que aquel que pretendía reparar.”
Demian leyó esa oración diez veces.
Sus ojos, acostumbrados a leer entre barrotes, reconocieron ahí más que un texto jurídico:
una grieta.
—¿Y si no es un rumor, Tano? —preguntó esa noche, con la luz apagada y los pensamientos encendidos—. ¿Y si es la primera ficha de dominó?
—¿El qué?
—La abolición.
El Tano suspiró, cansado de teorías.
—Mirá, Duks, vos escribí, hacé tus manifiestos, pegales a los jueces en tus cuadernos. Pero acá nada cambia. El que nació para número de interno no llega a “ciudadano”.
Demian sonrió en la oscuridad.
La respuesta del Tano era perfecta, porque justamente ahí estaba el corazón del problema:
el sistema penal había convencido a los suyos de que eran descartables.
Que su humanidad era un error de tipeo en el Registro Civil.
Y sin embargo, algo adentro de Demian se negaba a firmar esa renuncia.
Él lo sabía:
el primer territorio por liberar no era la cárcel física, sino la cárcel mental que te convence de que merecés ser jaula.
Y esa noche decidió escribir algo distinto.
No otro poema rabioso.
No otro panfleto.
Una historia.
Una épica carcelaria y abolicionista.
Porque los Estados levantan cárceles, pero lo que las sostiene realmente son los relatos.
Y los relatos pueden hackearse.
En un cuaderno de tapas blandas, con hojas amarillas por el uso, Demian empezó a construir una mitología.
No sobre héroes con espadas, sino sobre internos con biromes mordidas.
No sobre dragones exterminados, sino sobre muros que aprendían a hablar.
“En un país donde el concreto mandaba”, escribió,
“hubo una generación que decidió dejar de pedir permiso para ser libre”.
Los personajes de su cuento eran híbridos: mitad biografía de pabellón, mitad ficción incendiaria.
Estaba Raúl, el que había aprendido a leer a los cuarenta y ahora corregía las faltas de ortografía de los oficiales.
Estaba la Negra Lili, madre de tres pibes presos en distintas unidades, que nunca fallaba en reunir monedas para el pasaje y llevar una carta escondida en cada abrazo.
Estaba el Pibe Fantasma, que sabía abrir candados con palabras, no con ganzúas.
Pero, sobre todo, estaba “La Jaula”, personaje central.
La Jaula no era solo un edificio.
Tenía voz.
Tenía memoria.
Recordaba el primer día en que la inauguraron, con políticos cortando cinta y sonriendo a cámara.
Recordaba a cada cuerpo que había entrado y nunca salió.
Recordaba los nombres que fueron reducidos a números.
Demian le dio a la Jaula una conciencia cansada.
“Ya no quiero ser instrumento del miedo”, escribía en su voz,
“estoy harta de ser excusa para que los ricos se sientan a salvo mientras sostienen con sus manos delicadas todo lo que dicen temer”.
Sabía que jamás un juez iba a leer eso.
O tal vez sí.
En el fondo, poco importaba.
El cuento no estaba pensado para impresionar a académicos, sino para hacer vibrar algo en el corazón de quienes habían sido etiquetados como irrecuperables.
Cada noche, en el pabellón, leía fragmentos en voz alta.
Los pibes se reían, se cargaban entre sí, pero escuchaban.
Porque en esa épica rara ellos eran los protagonistas, no los enemigos del relato.
—¿Y cómo termina, Duks? —preguntaban.
—Todavía no termina —respondía—. La abolición no es un final, es un proceso. Una forma de mirar. Una manera de decir “no” a la jaula y “sí” a la vida con responsabilidad, pero sin castigo absoluto.
—Pará, pará, ¿cómo que sin castigo? —saltó uno—. ¿Y los que hacen mierda a la gente?
Demian no rehuía la pregunta.
—Justamente. ¿Viste que la cárcel no repara a nadie? Ni a la víctima, ni al acusado, ni al barrio. Lo único que repara es el ego de un sistema que necesita sentir que controla algo. Abolir no es decir “no pasó nada”. Es decir: “Pasó algo terrible, tan terrible que merece mucho más que un casillero en el Servicio Penitenciario”.
Silencio.
Ese tipo de silencios tenía valor.
No eran silencios de indiferencia, sino de mente que se abre de a poco, como una flor desconfiada.
El estallido no llegó en forma de motín, sino de papel.
Una tarde, tras un allanamiento ordinario de esos que humillan, un oficial le sacó a Demian el cuaderno.
—¿Qué es esto, Cereijo?
—Un cuento.
—¿Un cuento de hadas para delincuentes?
El oficial hojeó las páginas. Se detuvo en una frase subrayada:
“Si el Estado es el monstruo, la cárcel es su gargantilla. La lleva puesta como adorno moral, para que nadie note los dientes manchados de pobreza.”
Le causó gracia.
Se lo llevó “para revisarlo”.
Tiempo después, sin que nadie pudiera explicar del todo cómo, ese cuaderno terminó fotocopiado, subido en PDF, reenviado por WhatsApp, llevado a talleres en unidades vecinas, comentado en una jornada de derechos humanos y hasta citado —sin nombrarlo— en una ponencia universitaria.
La jaula tenía filtraciones.
El Estado se había acostumbrado a que la palabra “abolición” fuera cosa de cuatro locos sin poder real.
Pero lo que no calculó fue el efecto de combinar esa palabra con la experiencia concreta del encierro masivo.
Mientras tanto, afuera, algo también se estaba moviendo.
Colectivos feministas que empezaban a decir:
“No queremos más cárcel como única respuesta a la violencia, queremos otra cosa”.
Organizaciones de familiares que aprendían a hablar en primera persona del plural.
Estudiantes de derecho que ya no querían ser jueces, sino desmontadores de estructuras.
La épica se estaba escribiendo en simultáneo, adentro y afuera, como dos manos que, sin verse, tejen el mismo mantel.
El giro inesperado vino disfrazado de estadística.
Un informe del propio Ministerio —esos documentos que se creen invisibles porque usan lenguaje técnico— mostraba algo insoportable:
las cárceles costaban una fortuna.
No solo en dinero, también en recaída, en reincidencia, en vidas que volvían a entrar por la misma puerta giratoria.
Una periodista joven, con más preguntas que obediencia, tomó esos datos y los cruzó con otra cosa: el cuento de Demian, que le había llegado por un docente comprometido.
Hizo una nota.
No era una “nota roja”.
Era un artículo que mezclaba números y poesía, fosas comunes y metáforas.
Titular:
“¿Qué pasaría si desmontamos la jaula y reconstruimos el cuidado?”
Invitó a especialistas, a sobrevivientes, a madres, a ex internos.
Por primera vez en mucho tiempo, el debate sobre la cárcel no giraba alrededor de “cuántos años de condena”, sino de “qué sentido tiene seguir castigando de esta manera”.
La derecha gritó en los medios:
—¡Abolicionistas! ¡Quieren soltar violadores!
Hicieron lo que mejor saben: reducir una discusión compleja a un espanto moral masticable.
Pero algo había cambiado:
esta vez, del otro lado, no solo había académicos con citas en Chicago, sino pibes con biografías tatuadas y madres con foto-carnet de sus hijos colgando del cuello.
Y en medio de ese ruido, una frase del cuento de Demian se viralizó, escrita con marcador en carteles caseros:
“No somos la basura del mundo. Somos la prueba de que el mundo está mal construido.”
El Estado odia las frases que no puede domesticar.
Una mañana, sin aviso previo, entró al pabellón un grupo raro:
funcionarios de traje pero con zapatillas, una socióloga con el pelo atado descuidadamente, dos periodistas, un rector universitario.
Y, detrás, casi escondida, una piba con una libreta que miraba todo como quien entra a un templo.
El jefe del penal anunció:
—Vienen a ver cómo se desarrollan los talleres educativos.
Demian los observó con una mezcla de ironía y curiosidad.
Sabía distinguir rápido quién venía a sacarse fotos y quién venía a escuchar.
La socióloga se presentó:
—Estamos pensando un programa piloto de justicia restaurativa y desmantelamiento progresivo de las unidades más sobrepobladas. Queremos escucharles.
El Tano le susurró al oído a Demian:
—¿Viste? Ahora le dicen “desmantelar” al cierre. Siempre algún eufemismo.
Demian sonrió.
Le pidieron que leyera algo.
Él, que había imaginado este momento mil veces en la intimidad del cuaderno, sintió sin embargo un nudo en la garganta.
No porque le intimidaran los trajes, sino porque entendía lo que estaba en juego:
cada palabra podría ser usada como puente o como decoración.
Eligió un fragmento donde hablaba la Jaula:
“Yo, cárcel, no fui construida para proteger a nadie. Fui levantada para tranquilizar conciencias. Me hicieron creer que era necesaria. Pero lo único que he hecho es multiplicar el dolor. Si un día me desmontan ladrillo por ladrillo, no será una tragedia arquitectónica, será un acto de honestidad histórica.”
Cuando terminó, hubo silencio.
Después unas palmas.
Después preguntas.
—¿Y qué proponen ustedes? —disparó la periodista—. Porque está bien criticar, pero… ¿qué hacemos con el daño?
Demian respiró hondo.
No había respuestas fáciles y lo sabía.
—Primero, dejar de esconder el daño detrás de las rejas. Ponerlo en la mesa con todos los cuerpos presentes: quien lo hizo, quien lo sufrió, quienes lo permitieron. Un proceso de verdad sin uniformes ni sacos violentos. Segundo, dejar de creer que la venganza es un derecho. No lo es. Es un deseo, y los deseos no siempre son justos. Tercero, empezar a invertir en sanar antes que en castigar. No hablo de “buenismo”, hablo de responsabilidad colectiva. Si un pibe llega hasta acá, es porque muchas puertas se le cerraron antes.
La socióloga asentía.
No necesitaba que él citara autores.
Estaba citando la experiencia más brutal: la suya.
—Y… —agregó Demian— si les da miedo decir “abolición” porque suena a incendio, piensen esto: la cárcel ya es un incendio silencioso. Lo único que pedimos es cortar el gas.
El rector tomó nota de cada palabra.
Más tarde, en los informes, escribiría:
“Hay aquí una filosofía encarnada que la academia no puede ignorar”.
El programa piloto arrancó casi como un experimento marginal.
Primero cerraron un módulo pequeño, considerado “obsoleto”.
Trasladaron a los internos a otras áreas, pero con una condición: todos debían participar del “Taller de Desarme Simbólico de la Cárcel”.
Demian fue invitado como coordinador interno.
El nombre le daba risa, pero el contenido le parecía serio.
El taller funcionaba así:
cada participante debía elegir un elemento del encierro (una reja, un candado, un número de interno, un uniforme, la garita) y escribir lo que ese objeto le había hecho creer de sí mismo.
Luego, el trabajo era desarmar ese relato y reescribirlo.
Un pibe levantó la mano:
—El número de interno me hizo creer que yo era reemplazable. Que si me moría hoy, mañana ese número se lo ponían a otro, y daba lo mismo.
—¿Y qué vas a escribir ahora? —preguntó Demian.
—Que no soy un repuesto del sistema. Soy una falla en su plan. Y que si me organizo con otros, esa falla se hace grieta.
Otro habló del sonido de la puerta al cerrarse:
—Para mí ese ruido era como el sello de que no valgo nada afuera.
—Probá esto —le sugirió Demian—: escribí que ese sonido no dice “no valés”, dice “tienen miedo de lo que podrías ser si tuvieras las herramientas correctas”.
Al principio, el Servicio Penitenciario miraba todo con desconfianza.
Pero algo raro empezó a pasar:
la violencia cotidiana del pabellón bajó.
No por temor a sanciones, sino porque muchos habían empezado a canalizar su rabia hacia otro blanco: el sistema, no el vecino de celda.
El mito de que “el delincuente es violento por naturaleza” se resquebrajaba cuando esos mismos pibes lloraban escribiendo cartas de reparación a sus víctimas.
Cartas que no siempre iban a ser entregadas, pero que abrían el pecho como bisturí.
“Lo que el derecho llama imputado”, anotó Demian en su cuaderno,
“yo lo llamo sujeto que nunca tuvo derecho a ser niño del todo”.
La abolición no llegó un día específico, con fuegos artificiales.
No hubo un decreto que dijera: “Desde mañana, quedan eliminadas todas las cárceles”.
La historia no funciona como las películas.
La historia se parece más a un río subterráneo que va horadando roca hasta que un día, sin aviso, el piso cede.
Un año después de aquel primer taller, la unidad donde estaba Demian ya no recibía nuevos internos.
Oficialmente, decían que era “por refacciones”.
Extraoficialmente, era porque el Ministerio había decidido experimentar con otra cosa:
centros comunitarios de responsabilidad compartida, donde los casos penales graves se trabajaban durante años, con acompañamiento, reparación material y simbólica, participación activa de las comunidades.
Había errores, retrocesos, casos mediáticos que se usaban como excusa para pedir “mano dura” de nuevo.
Pero algo era innegable: cada vez menos cuerpos entraban en jaulas.
Una tarde, el director del penal convocó a Demian a su oficina.
—Cereijo, tenemos que hablar.
Ese “tenemos que hablar” olía a sentencia.
El corazón le latió un poco más rápido, pero su rostro se mantuvo sereno.
Aprendió hacía tiempo a no darle al sistema el placer de verlo temblar.
—Usted va a salir —dijo el director, mirando papeles—. No me pregunte cómo, ni me pida detalles. Hay una revisión general de condenas. En lo suyo… digamos que su trabajo acá ayudó a que algunos miraran el caso con otros ojos.
Demian se quedó mudo.
Había imaginado su libertad tantas veces que casi se había olvidado de que era un evento posible en el mundo real, no solo en la literatura.
—¿Y los demás? —preguntó.
—Habrá evaluaciones. Procesos caso por caso.
Demian sintió una mezcla rara de alegría y culpa.
La libertad, cuando no es colectiva, tiene gusto a rescate de helicóptero en un campo de concentración:
salvás un cuerpo, pero dejás cientos atrás.
—Voy a salir —pensó—, pero no me voy.
El primer paso fuera del penal no fue glorioso.
No había cámara lenta, ni música épica.
El sol le pegó en la cara como siempre, con la misma indiferencia luminosa.
Llevaba una bolsa de consorcio con algunas cosas, un par de libros, los cuadernos, unas cartas.
Afuera lo esperaba un grupo pequeño:
compañeras de organizaciones, un periodista, la socióloga del taller, la piba de la libreta que ahora hacía su tesis sobre “poéticas abolicionistas en contextos de encierro”.
Y había alguien más.
Una señora que él no esperaba.
—¿Vos sos Demian? —preguntó, sosteniendo con manos temblorosas una fotocopia arrugada.
Era la mamá de un pibe que había estado con él en el pabellón y que ahora participaba en uno de los centros comunitarios de reparación.
—Mi hijo me mandó esto —dijo, mostrando una hoja con un fragmento de su cuento—. Dice que le salvó la cabeza.
Demian la miró, sin saber qué decir.
Él nunca creyó en “salvar” a nadie.
A lo sumo, en compartir herramientas para que cada quien se salve como pueda.
—No fue el cuento —respondió—. Fue su decisión de creer que podía ser alguien más que su expediente.
La señora lloró igual.
Porque a veces las madres necesitan agarrarse de algo concreto para sostener la esperanza.
Aunque ese algo sea una frase subrayada.
En los meses siguientes, Demian no se dedicó a “rehacer su vida” como mandan los manuales de progreso individual.
No salió a buscar trabajo en un call center ni se escondió en un departamento silencioso.
Se convirtió en lo que ya era: un pensador abolicionista a tiempo completo.
Recorrió universidades, barrios, oficinas pequeñas donde se organizaban talleres.
Siempre con la misma postura:
“Yo no vengo a pedir perdón al sistema. Vengo a pedir que el sistema pida perdón a todas las vidas que trituró”.
Editaron sus cuentos en forma de libro.
No una edición lujosa, sino una de esas publicaciones ásperas que pasan de mano en mano, que se fotocopian, que se subrayan con birome azul.
Título:
“La Jaula también tiene memoria”
Autor: Emmanuel Duks – El Mayimbe de la Pluma Abolicionista.
En las presentaciones, él no hablaba como estrella literaria.
Hablaba como quien trae noticias de un país que la mayoría prefiere no visitar: el país de los encerrados.
—La abolición no es un regalo —repetía—, es una conquista. Y cada conquista empieza en la cabeza de alguien que se negó a creer que el mundo estaba bien así como está.
Pasaron años.
No se cerraron todas las cárceles.
Sería una mentira decirlo.
Pero en muchas ciudades, esos monstruos de concreto empezaron a transformarse:
algunas se reconvirtieron en centros educativos, otras en espacios de memoria, unas pocas fueron demolidas sin ceremonia, como si el Estado tuviera vergüenza de admitir su fracaso.
En las que quedaban, la violencia seguía siendo brutal.
La abolición era un horizonte, no un destino logrado.
Demian envejeció escribiendo.
No se volvió rico, ni famoso en términos de celebridad.
Pero sus libros circularon donde más importaba: en las manos manchadas de tinta de quienes buscaban una forma de nombrar su propia rabia sin dejar que esa rabia los consumiera.
En una de sus últimas charlas, alguien del público —un pibe de gorrita, mirada filosa— le preguntó:
—Pero, Duks, seamos sinceros: ¿vos creés que la abolición total va a pasar de verdad, o es solo un sueño lindo para no volverse loco?
Demian sonrió cansado, pero con esa chispa que nunca le pudieron confiscar, ni en los allanamientos más violentos.
—Mirá, hermano —respondió—. Cuando yo estaba adentro, si me decías que un día iba a estar dando charlas sobre cómo desarmar la cárcel, te hubiera dicho que estabas re loco. Y acá estamos. La abolición no es una fecha en el calendario. Es una práctica diaria de desobedecer la lógica del descarte. Cada vez que vos elegís no resolver un conflicto a los tiros, estás siendo abolicionista sin saberlo. Cada vez que defendés a un pibe del barrio para que no lo sepulte el sistema, estás moviendo la aguja. La épica no es Thor levantando un martillo. La épica es un grupo de nadie diciendo: “No vamos a permitir que sigan fabricando muertos en nombre de la seguridad”.
El pibe se quedó pensando.
Esa noche, al regresar a su pieza alquilada, Demian abrió un cuaderno nuevo.
En la primera página escribió:
“Todo cuento épico necesita un monstruo y un héroe.
En este, el monstruo es la cárcel.
El héroe no soy yo.
El héroe es cualquiera que, habiendo tenido todas las razones para volverse verdugo, elige ser abrazo.
Cualquiera que, pudiendo repetir la violencia, decide interrumpirla.
La abolición será obra de esos héroes anónimos o no será.”
Cerró el cuaderno.
Afueras hubo siempre.
Afuera de la celda.
Afuera del penal.
Afuera del miedo.
Pero lo que él sabía ahora —y que hubiera querido susurrarle al Demian de veinte años, recién ingresado al sistema— era algo simple y brutal:
La verdadera libertad no es cruzar el portón del penal.
Es cruzar el portón de la conciencia que cree que la jaula es inevitable.
Y mientras haya alguien, en cualquier pabellón, en cualquier barrio, en cualquier oficina, escribiendo esa frase a su manera, la épica abolicionista seguirá viva.
No porque un dios la promueva.
No porque un gobierno la habilite.
Sino porque, en lo más profundo de lo humano, hay una verdad incómoda que no se puede encerrar:
nadie nació para ser jaula,
nadie nació para ser jaulado,
y el amor —ese amor que no es complicidad ni silencio, sino coraje—
siempre, siempre,
está conspirando para cubrir multitud de pecados
desarmando, de a grietas,
el gigantesco pecado de un mundo que se acostumbró a encerrar lo que no entiende.
Y ahí, en esa conspiración lenta y testaruda,
vive Emmanuel Duks:
escribiendo, incendiando silencios,
y recordándonos que toda abolición empieza en algo tan diminuto como esto:
una persona, sola, que se anima a decir,
aunque sea en voz baja:
“La cárcel no es el final de la historia.
Es el error que estamos a tiempo de corregir.”