Sin embargo, Celeste poseía el paisaje y un agujero en el corazón.
Un agujero para llenar de guijarros de río, sapos, arañas y algún otro niño no-nato.
El corazón de Celeste era un agujero negro, una cajita de metal,
donde resonaban, todavía, las canicas de su infancia.
Pero Celeste, tenía miedo.
Tenía terror al cutis y a los espejos.
Desde que su padre la encerró en aquel psiquiátrico, ya no se reflejaba.
Los ojos de Celeste eran túneles
y languidecía ente la visión dcl vello facial blanquecino.
Pero, Celeste, comía cabellos...
Mordisqueaba su propio pelo — oscuro y húmedo, como el de un animal— hasta provocar la arcada.
Nadie recordaba el cuándo de aquella costumbre...
Celeste chupaba cabellos, más que agua o que comida.