Anoche volví a urgencias,
no porque quisiera,
sino porque el cuerpo me escribió una carta
con la letra temblorosa del dolor.
Era de madrugada y hacía frío,
pero no era el viento,
era esa escarcha que habita en las salas
donde el tiempo se queda en silencio
y el alma tiembla como una bolsa de suero.
—¿Qué te pasa? —me dijeron.
Y no supe si hablar del cuerpo
o del corazón.
Me duelen las piernas,
me duele la espalda,
la cabeza es una ruleta rusa
y el pecho…
el pecho es una carta que no llega nunca.
Siento que algo no va bien por dentro,
que el cansancio no está solo en los huesos,
también en los sueños.
Me extrajeron sangre
como si buscaran una respuesta
que ni yo he sabido dar.
Me dejaron un gotero colgado
como quien deja una esperanza
a goteo lento,
y subieron el azúcar,
pero no dijeron nada
de cómo bajarme la tristeza.
“Cuando llegues a casa,
empieza el tratamiento”,
y yo pensé:
ojalá hubiera pastillas para la nostalgia,
jarabes para las ganas de rendirse,
tiritas para este vivir despegado.
Llevo dos años en este laberinto de batas blancas,
con el alma archivada
en una carpeta de síntomas.
Y hoy, como quien cumple condena,
me toca ir a la farmacia
a por algo que alivie el cuerpo…
aunque sea el alma
la que sigue esperando receta.
Fran Lestón